El viento dibujaba
largos dedos de cristal con los granos de arena, velocísimos ríos
sobre la inmensidad plana del asfalto del aeropuerto y su escala de
grises; unos nudos más y ese polvo de oro sería el único color del
suelo y el cielo, y ya no se podría ver nada, pero el tiempo era
aceptable en el destino, así que el avión saldría de Hassi
Messaoud, el aeropuerto del Sahara argelino que conectaba el mundo
con los campamentos, las plantas, y los pozos de petróleo, pronto
despegaría con su carga de trabajadores y técnicos hacia el
campamento de El Merk. Las maletas ya habían llegado, eso quería
decir que con suerte antes de diez o quince minutos los pasajeros
aparecerían. El piloto al que le toca la radio y el papeleo ya está
sentado en su puesto, al que le toca volar está en el suelo para
recibir a los pasajeros y cerrar todas las puertas. Los que están
abajo casi siempre se ponen pegados al morro del avión observando
los movimientos en la terminal, intentado divisar y adivinar si hay
un autobús llenándose, si el autobús que se llena es el que dirije
hacia ellos. El piloto andaluz giró la cabeza hacia la derecha y vio
a otros tres pilotos frente a sus aviones alineados en su misma posición y
ánimo, con el mismo sudor empapando sus sombreros o gorras,
dibujando una nueva línea de olitas blancas sobre la tela en cuanto
el viento caliente lo secaba. El piloto observó la dirección del
viento, sabía que si gritaba fuerte los tres le oirían,-¡Me
abuuuuurrroo!- soltó en inglés con un vozarrón alargado de ondas
fuertes que el viento transportaba. Todos le entendieron, sonrieron y
callaron en la hermandad de un sentir paralelo en el cuerpo, el lugar
y el tiempo. En aquel momento absurdo y compartido de paciencia e
impaciencia, de espera muerta y muerte de la espera, el andaluz pensó
en el pasado de todos ellos, todos habían sido verdaderos
aventureros, todos habían latido felices y borrachos de lo remoto,
lo difícilmente accesible, lo bello, lo arriesgado, lo primitivo, lo
natural, lo intacto feraz y primigenio. El primero en la fila era el
pescador de perlas, tenía muchas más miles de horas bajo el agua
que de vuelo, cuidaba de granjas de perlas en las Tuamotu, al Sur de
Rangiroa, tres años en los atolones de Fakarava, y seis en Marutea
Sur, a veces hasta un año de aislamiento absoluto sin metáforas o
con toda la fuerza de la metáfora, con mucho pescado, sacos de arroz
viejo, heridas, urticarias de medusas y corales, temporales terribles
y polinesias feas y gordísimas que, con el pasar de las lunas y los
soles, acabó viendo como si fueran sirenas. Nunca se quejaba de
nada, lógicamente aquel desierto le parecía un lugar confortable y
con mucha vida social. El segundo repartía sacos de arroz y
cochinillos vivos entre las tribus montañesas de Papúa Nueva Guinea
aterrizando en diminutas tiras taladas, pistas imposibles y casi
invisibles entre las nubes y la vegetación, el gobierno controlaba
así, con un bajísimo presupuesto, la fiereza guerrera que no indomable
de los aborígenes emplumados de pene estuchado, y aseguraba la paz,
indispensable para las minas y los extranjeros, paz para seguir con
su política de progreso geocida. El último había sido piloto
militar, primera Guerra del Golfo, Chad, Camerún, Congo, Etiopía,
islas Reunión, Nueva Caledonia...misiones de transporte de tropas,
gendarmería post-colonial del ejército francés por medio mundo, y
otras que no contaba. Si sumaba aquellas aventuras al resto de
compañeros habría multitud de modos de vuelo salvaje por la mente y el espacio, fumigaba en la Guayana, transportaba a un lugar seguro al presidente, un narco o un ladrón de banco, a científicos locos con sus máquinas como la isla volante de Laputa, apagaba fuegos por todos los estados, cargaba Coltán en...chinchetas psíquicas de colores vivos y experiencia fuerte por todos los
confines del mapamundi, la Antártida, Alaska, Azerbaiyán...El
piloto andaluz también guardaba enormes archivos de cosas por el
estilo, pero la aventura es porvenir y no crónicas polvorientas, un
hambre sin límites de presentes más frescos y más intensos, un
hambre aún más dolorosa en aquel tedio de luz fuerte y certeza clara de que todas sus aventuras estaban lejos de allí, en la
memoria o en el porvenir, lejos de aquel trabajo de rutina segura y
eficiente; todos ellos se habían reconvertido en conductores
intachables de trenes aéreos, condenados siempre a la misma vía y los mismos
procedimientos, bien afeitados, uniformados, comidos, ejercitados,
descansados, reconocidos, controlados, auditados, entrenados,
examinados... Pensó entonces que aquel lugar y aquel trabajo podían ser el resultado de
una especie de maldición para quienes más intensamente habían
amado y vivido la aventura, tan, tan lejos de los mares turquesas y
las selvas brumosas, los hombres de la libertad antigua, los lugares
sin ley ni estado, la mujer desnuda, el baile de la palma fina, la de los frutos gigantes que navegan, no la
datilera, los días ligeros, el peligro, la incertidumbre, la
fiesta... Quizás habían caído todos sin saberlo en un infierno, el
infierno de los aventureros.
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