El mundo está ardiendo, pero siempre ardemos en los mismos lugares y de un modo parecido, casi inmutable, como islotes rocosos inmóviles en un mar tumultuoso. Sorensen, el piloto, aún sale a pescar en las mismas aguas de Nordland, al norte del círculo polar, donde lo quemaron en la cubierta de su drakkar bajo el sol de una medianoche de verano, y tiene gracia, porque hoy estaba apagando fuegos en unos simulacros en el aeropuerto de Zurich. Ossmann zarpa a veces de Hamburgo en un velerito, el mismo puerto al que regresó en un vapor desde la perdida colonia de Kiau Chau, mientras cantaba borracho "Wie Fels im Meer!", y el humo negro manchaba su cara entonces, hace casi un siglo, igual que hoy apagando el fuego de un cazo con una manta térmica, y Dumez, el normando, y Longo, el romano, y Jakko, el finlandés, y Fahrid, el berberisco, y Araque, el gallego, y Macías, el moguereño...y no pueden apagar el fuego, esa llama sagrada y errante de los pilotos, los navegantes, los psiconautas que viajan por los cuerpos de hombre; así pues que brille, que arda, que nunca se extinga, condenados a la quietud mareada del viaje y su nave, como rocas ardiendo en el mar.
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